Mi bello verano

Diez días duraron mis primeros momentos de libertad en dos años. Fueron horas de recarga, de libertad, de volver a tantos detalles que había dejado pasar entre el tráfago de la sobrecarga laboral y una vida completa casi en función de eso. Mis pequeñas vacaciones comenzaron un viernes.
Apenas pude dejar la posta de mi corresponsalía (con celular incluido) a una reemplazante, partí a Santiago. La capital para muchos puede ser símbolo de caos y ajetreo, pero para mí es el lugar de reencuentro con recuerdos importantes, amigos y una arquitectura que me reconforta y traslada. Me quedé en la casa de Lucy por 5 días. Entre los vapores de su cocina, el olor a albahaca, merkén, rúcula y vino, compartimos los placeres culinarios. Celebramos la luna llena, hablamos de amores y desencuentros, nos reímos de la vida, paseamos por una Providencia somnífera y fresca a eso de las 8 de la tarde. Celebramos también el cumpleaños de mi amiga, con verduras, ensaladas de fruta, gazpacho y champaña. Brindamos, reímos, dejamos que la noche fresca de verano se colara por sus ventanales, entre las notas de Chopin, la sonrisa de amigos como Mireya, Angélica y Andrés y el choque feliz de copas.
En otras horas, me reuní con Rafael. Fuimos por helado de miel de ulmo (ñam!) al Emporio La Rosa, lo visité también en su acogedora casa de San Bernardo. Comí pastel de choclo preparado por su madre, recorrí el pequeño pueblo convertido en ciudad y me entrometí en las pequeñas ventanas con tenues luces encendidas en mi viaje nocturno, en el tren de regreso a Santiago (pocas cosas me desconectan más que un tren y su ritmo cansino que atestigua los poblados y caceríos como un visitante acostumbrado).

Luego partimos con Lucy y Angélica (gran amiga también y ex editora.. de quien lamentablemente no tengo fotos!) a La Serena. Allá me hospedé en casa de mi amigo Ricardo, en pleno centro de Coquimbo. El primer día almorzamos en La Recova, ese mercado precioso que da un toque de chilenidad al colonial corazón de la ciudad de las papayas. Caminamos largos minutos por sus calles pequeñas, sus edificios pretenciosos, su ritmo adomecido de pueblo de provincia. Fuimos -también- a la playa hasta el hartazgo. Continuamos la caminata por esa extensa playa desde "Cuatro Esquinas" hacia el Faro. Lucy nos deleitó con sus sopas y brebajes veraniegos y Angélica con su conversación pausada e inteligente. Me reencontré también con Ricardo, en su antigua casa porteña. Vimos capítulos de "Cuna de Lobos" de culto, fuimos a la playa, recorrimos el "Barrio Inglés", salimos a bailar y también conocimos la imponente mezquita del Cerro Dominante, de Coquimbo.


Un paréntesis especial de este "viaje a la desconexión" fue el paseo por el Valle del Elqui con Lucy, un día sábado. Partimos temprano hasta Pisco Elqui, a dos horas de La Serena, donde almorzamos cabrito al jugo en un típico restaurante local, atendido con esmero por una sonriente morena llamada Teresa. Luego, bebimos Pisco Sour, nos contamos más vértices de nuestras vidas (gracias por la confianza!), recorrimos los pueblos de Montegrande, Paihuano y Vicuña con la mirada limpia y ansiosa. Compramos artesanía y queso de cabra y regresamos, con los pies cansados y los pulmones frescos, contemplando los últimos rayos de sol sobre el embalse Puclaro. Una imagen que difícilmente borre de mi memoria.

Ahora de vuelta en Valparaíso, comienzo con intensidad mi trabajo a partir de mañana. Lo hago con las pilas recargadas, con una sonrisa en la boca, los recuerdos de mi desconexión y los momentos de veraniego anonimato durante 10 días en que fui prófugo de mí mismo.