lunes, noviembre 26, 2007

El retorno al poeta

Escribo poesía, en forma constante y sistemática, desde hace 12 años. Descubrí que podía plasmar con relativa efectividad mis primeros versos con un poema muy gris, allá por 1995. Lo presenté a un concurso que se organizaba a nivel latinoamericano desde Colombia.. y tres meses más tarde me llegó una carta que ¡para mi sorpresa! me sindicaba como ganador. Aún conservo los libros que me regalaron y las cartas que infundían sugerencias, loas e interpretaciones de mis versos vírgenes, que ni yo mismo había intencionado (después de todo, la idea es que cada lector interprete a su arbitrio y ajuste a su historia los escritos).

Desde entonces participé en recitales líricos, me uní a un grupo de poetas jóvenes (que luego denominaron "la generación de los 80") y leíamos nuestros -entonces subversivos- versos en plazas, parques, juegos florales y, por sobre todo, en un taller de poesía que organizaba la Casa de la Juventud en una vieja sede devorada por las termitas, en la calle Rawson del puerto. Todo derivó en la publicación de una Antología que se llamó "20 poetas jóvenes de Valparaíso" y que aún cuelga de las estanterías de algunas viejas librerías porteñas.

Luego entré a la universidad y me desconecté de la manada, porque acabaron saturándome el ego y las prácticas de un círculo perversamente competitivo como el literario. Detesté que la poesía sólo fuera el pretexto para que la Sociedad de Escritores de Valparaíso nos reuniera como la continuación de sus reuniones para tomar el té con versos rimados y cursis a lo Gustavo Adolfo Becquer o que mis mismos compañeros se empeñaran más en escribir para opacar al otro y parecer cada vez más "artistas" (por ende, más herméticos y "alternativos") que reales. Ellos siguieron con relativo éxito en el circuito. Muchos han publicado hasta seis poemarios, han ganados concursos, Fondarts, Fondos del libro, dan entrevistas como voceros de una generación descreída y con ansias de renovación (como cualquiera que se acuse de "joven") e incluso han viajado llevando sus versos hasta otras latitudes. Todo mientras yo he seguido escribiendo poesía egoísta, hecha con el objetivo de expulsar algunas imágenes, ideas y locuras que punzaban por salir con desesperación, sólo para quedarse encerradas no en mi cabeza, sino en hojas sin destinatario.

Hace poco me encontré con uno de mis amigos de esos tiempos. Me contó que trastaba de ubicarme con urgencia para que, al fin, me convenza de publicar, de tener ese parto que tanto añoran quienes , a la vez, nos hemos soñado como escritores. Desde entonces, he desenterrado de las cajas mis decenas y cientos de poemas; los he leído y me he ido entusiasmado con ese punto de partida que, bien entiendo, no me cambiará la vida, pero será un hito de iniciación para reencontrarme con una parte de mí que dejé pendiente hace algunos años, escribiendo versos encerrados en un anonimato que lentamente comienza a despejar.

Fotos de Eduardo Trujillo

jueves, noviembre 15, 2007

Los ascensores que dejaron de rodar


Valparaíso se emplaza sobre otra ciudad que ya no existe. Un territorio que incluso hoy sigue desapareciendo poco a poco. Sus últimos vestigios son algunas baldosas sueltas, ascensores que permanecen rodando por la inercia, bares que no quieren abrirse a la luz, botonerías casi clandestinas, emporios añejos con olor a condimentos y nobles maderas, trolebuses cansados y algunas fachadas tristes, que parecieran guardar tantos secretos e historias, como años de estoicismo.



Si de ciclos vitales se trata, la imagen arquetípica del envejicimiento sin retorno la representan los ascensores: el medio de transporte que mejor simboliza a esta ciudad de cerros precipitados al mar y habitantes que, mediante la autoconstrucción, se han adherido como les ha sido posible a las quebradas y despeñaderos. En el Valparaíso que ya no existe había más de 30 ascensores. Hoy sólo resta -a duras penas- la mitad. Los 15 que rodaron hacia el ovido hoy son despojos metálicos, esqueletos de rieles y estaciones convertidas en panorámicas casonas o receptáculos de basura, y vertederos clandestinos.


Recientemente, el último que dejó de rodar fue el ascensor Lecheros (1908). Un inclemente incendio en junio pasado destruyó su estación inferior y convirtió al viejo funicular, que estaba a punto de celebrar su centenario, en otro vestigio detenido del puerto.



Otro ascensor que quedó preso del tiempo es el Villaseca. Fue inaugurado en 1913 y con la reciente construcción del acceso sur al puerto, quedó enclaustrado entre el desuso y el silencio. Hoy sus carros están tristemente suspendidos a mitad de proyecto y enfrentan, en una brutal contradicción, al túnel del camino La Pólvora que lo dejó sin vida: tradición versus modernización en un débil equilibrio que favorece todo aquello que huela a imposición de cánones ajenos, a destrucción de lo que inexorablemente pierde juventud.


El obituario de funiculares desaparecidos se cierne también sobre los ascensores La Cruz (1908), Las Cañas (1925) y Santo Domingo (1910). Tres carros municipales que dejan sin efecto el principal argumento de la comuna: el alcalde reiteradamente culpa a la Compañía de Ascensores de Valparaíso por la decadencia de estos vehículos, sin comprender que su declive también es responsabilidad del trato poco serio y negligente que ha dado el municipio a uno de sus principales capitales culturales.


La lista de inscritos en el "cementerio de los ascensores" no tiene otro destino más que aumentar. Hoy de los 15 "sobrevivientes", unos seis sufren constantes desperfectos mecánicos que los mantienen detenidos. Elevadores como el Barón, San Agustín, Mariposas y Polanco no son utilizados hace meses. Así, el particular mundo que envuelve a estos míticos carritos, como los ascensoristas que cortan los boletos y cierran las pesadas puertas de latón; los viejos torniquetes, los rieles chuecos, el ruido de los cables friccionando con los rodillos, los durmientes que han absorbido tantos inviernos... Todo parece destinado a remitirse a las páginas de un anecdotario sin memoria.

No sólo la arremetida del bus, el taxi o el colectivo ha dejado al ascensor como un objeto estético sin funcionalidad práctica. También la negligencia del gobierno, de la municipalidad y la falta conciencia de los porteños, han sido responsables de condenar a este precario medio de transportes al óxido y al deterioro constante. No es posible pensar que estos transportes se puedan financiar por sí mismos sin una contribución económica que sustente la utilización de estos carritos eléctricos que forman parte de la identidad porteña.


Es una contradicción de fondo que los habitantes de Valparaíso eleven tantos discursos de falso orgullo sobre el "patrimonio" (comienzo a pronunciar con resquemor esta palabra tan gastada), sin que ello se traduzca en acciones concretas de utilizar el trolebús o el ascensor, o de privilegiar el pequeño negocito, la panadería de la esquina... o, incluso, acciones mucho más simples como contribuir en la limpieza de una ciudad constantemente sucia y caótica.....

Si las políticas gubernamentales, que dan la espalda a la mentada "capital cultural" continúan su senda economicista y estrecha, pronto recordaremos los ascensores como a los tranvías, el diario La Unión, los emporios, el Roland Bar y su bohemia o el pasado bullente del puerto principal. A este ritmo, ni el más lustroso discurso de moda sobre el "patrimonio" logrará salvar una ciudad que, al igual que los ascensores, simplemente parece condenada a dejar de rodar.

domingo, noviembre 11, 2007

La islandesa incombustible



La última vez que fui a un show de Björk tenía 18 años. En esa época, la islandesa estaba en la cúspide de su fama (siempre restringida a los círculos no tan masivos) y llegaba a Chile, en medio de su gira "Homogenic", justo cuando yo despertaba al mundo, recién estudiaba Traducción-Interpretación en la universidad, me enamoraba por primera vez y soñaba con convertirme en periodista para trabajar en Economist.



Recuerdo bien la emoción del que fue mi primer concierto (qué mejor forma de empezar que con una de mis cantantes predilectas!). Lloré como bobo cuando apareció ella, enfundada en su traje blanco con alas (como en la foto, abajo) a cantar de una mis dos temas favoritos: "Hunter" y "Come to me". Deliré con "Violently happy" y "Pluto", y quedé colgando de las estrellas con "Jòga" y "All Neon Like".


Como todo buen momento, las dos horas de show se me pasaron volando y sólo recuerdo que estuve como una semana tareareando "Play Dead" (el cierre del show) y sin acreditar que había estado respirando su mismo aire y escuchándola cantar en simultáneo. El vestigio de la inolvidable y surreal experiencia fue la entrada, que aún conservo como un tesoro de esa época.


Ayer, 9 años más tarde, volví a ver a Björk en vivo. Esta vez con 4 discos más en el cuerpo, más fanáticos (pese a que ya no vive su esplendor musical) y sumergida en la estética aborigen de su disco "Volta". La experiencia fue la misma y muy diferente a la vez. En esta oportunidad, la islandesa cantó sólo por poco más de una hora. Revisitó su principal repertorio ("Army of me", "Hyperballad", "Bachelorette", "Earth Intruders") y demostró por qué es una de las principales voces de mi generación: esa manada de descreídos forjada en los 80, que cambió los juguetes de plástico por los discos fatalistas en la era del grunge.


Hoy ya soy periodista, no trabajo en Economist (no pierdo las esperanzas!), tengo quizá menos sueños locos, y ya he ido a unos cuantos conciertos. Sin embargo, la magia de no creer un sueño cumplido a la vista aún está intacta. A horas del show, sigo aterrizando de la estratósfera donde me dejó el vozarrón, las melodías, los beats y la genialidad de la islandesa que ha musicalizado mis días desde que la vi friendo huevos, con una insolencia exquisita, en el video "Venus as a Boy", allá por 1993.

martes, noviembre 06, 2007

Sísifos cotidianos



Acto I:

El reporteo diario me llevó hoy a la casa de la señora Carmen, una esforzada mujer que vive junto a sus cuatro hijos desafiando a diario la gravedad, con su pequeña casa de latón y calamita autoconstruida en una ladera del cerro La Cruz.
La señora Carmen se puso su mejor traje y se maquilló impecablemente para recibir a la ministra de planificación, al alcalde y al director de Fosis. El proyecto de emprendimiento que ella había ganado hace algunos años, una rudimentaria lavandería, servía de ejemplo para bonificar la agenda social de la presidenta Bachelet frente a los medios. Carmen estalló en llanto frente a las cámaras. Contó cómo una lavadora se convirtió en el aliciente para montar su pequeña empresa y dejar atrás horas de fregado a mano. Cuando fui a despedirme de Carmen, me susurró al oído: "yo soñaba con ser secretaria. Tengo 48 años y aún no es tarde. Éste es sólo el comienzo, no es una meta lograda".

Acto II:

Luego del abrazo que me dejó añorando a la señora Carmen y su olor a lavanda, intenté bajar por el ascensor Monjas. El amable ascensorista me dijo que no estaba disponible porque nadie lo tomaba y que, seguramente, cerraría pronto: una inmobiliaria estaba interesada en la franja vacía que flanquea su riel y las casitas-estaciones de uno de los elevadores más largos de Valparaíso. Repentinamente, el hombre extrajo de su bolsillo una vieja foto que lo mostraba de ascensorista en sus treinta y tantos años. Aunque hoy debe tener más de 60, me dijo: "soy el mismo chiquillo del gorro y aún no me aburro de ver subir al ascensor y luego verlo bajar. Si me lo quitan, no sé qué voy a hacer", me comentó, con un gesto taciturno y la vista pegada en el mar.

Acto III

Me encontré una carta en un peldaño de la larga escalera que conecta el cerro Monjas con el plan. Estaba abierta, ergo, no me sentí tan culposo de abrila: La escribía Paula y el destinatario era Esteban. Le daba las gracias por ser valiente y defenderla frente a su mamá, una tal Mónica que detestaba a Esteban por no tener suficiente dinero y no ser buen partido para Paula y su hija. Paula elogiaba a Esteban por "ser bien hombre y mirar a los ojos a la vieja". Sin embargo, le advertía que tenía que correr más riesgos por ella para conquistarla de verdad. Guardé la carta, pero la olvidé en el trole (junto con mis apuntes). Otro destinatario intepretará a su placer la angustia y los caprichos de Paula (y mis jeroglifos).

Acto IV

Conocí, después de una conferencia de prensa, al poeta peruano Carlos Germán Belli. Me dijo que su secreto es pensar que lo que escribe no es poesía, sino una terapia para no tener tantas ideas que masticar. (¡!). "Mitos hay dónde quieras mirar. Lo importante es saber tomarlos del comienzo, por mucho que ya estén relatándose a sí mismos", me dijo, mientras me hacía un brindis sin respuesta con una pequeña copa de vino.



Me quedé pensando en las palabras del poeta...y rebobiné hacia los momentos especiales que había vivido en el día: la señora Carmen, el ascensorista buscando rumbos definitivos, la carta perdida. Pequeñas historias circulares, comienzos y términos en sí mismos, unidos por esa incansable vocación de sísifos: arrastrar la piedra, cogerla y volverla al lugar de origen, desde donde retornará, sin dirección alguna o quizá más gastada, al mismo destino. Ciclos del absurdo que, probablemente, cobren sentido en el arrojo de coger la roca nuevamente y deslizarla, pese a percibir sus destinos inexorables al fondo del despeñardero.