jueves, agosto 23, 2007

El adiós de los merluceros


"Le hemos entregado tanto a la mar, que ya no sabemos qué hacer sin ella". Uno de los antiguos faenadores de merluza, Juan Valdés, masca las palabras, entre la sal de sus dientes y su voz angustiada. Sus manos ahora han aprendido a cortar los tentáculos gelatinosos de la jibia, el depredador natural de la tradicional "pescada". Junto con la pesca de arrastre acabaron (tal vez) para siempre con el principal recurso marino de la mesa costera central.


Juan es uno de tantos que van quedando de brazos cruzados mientras los precarios botecitos de madera vuelven a la costa con una cuantas merluzas dimunutas pero cargados de jibias. A los pescadores les fastidia esta especie de pulpo molesto y difícil de maniobrar. Simboliza el fin de una tradición ancestral y el comienzo de una actividad inestable, que no se paga bien. Los faenadores han debido sortear la espesa tinta rojiza de la jibia, han aprendido a cargar los 25 kilos que pesa cada una, mientras lanzan furtivas miradas al horizonte, esperando que algo cambie, que venga la pesca milagrosa de los "buenos viejos tiempos", cuando volvían con sus botes pintados de escamas plateadas, repletos de peces saltones.... y las caletas bullían de compradores.


Más allá, los compañeros de Juan se divierten quemando las banderas plásticas negras que han colgado para manifestar su desazón. Otros revuelven la olla común: el menú de hoy será tallarines con jibia. No falta el buen humor pese a tanta pesadumbre. Juan se "disfraza" con un trozo de red y simula ser el subsecretario de pesca: "les traigo una buena noticia: el gobierno se comerá todas la jibias". Todos ríen al unísono. No así Víctor, otro de los pescadores sin merluzas que faenar. Se sienta aparte sobre un tambor de aceite. Sin despegar la mirada del mar, masculla silencios y sueños inconclusos. "Mi hijo me pide leche y él no entiende que no puedo dársela, pero de alguna forma me las arreglo y se la consigo", admite con un dejo de orgullo paterno. El quiebre lo produce un pelícano que arrebata un trozo de aleta a un cormorán, el aullido de una gaviota errante y el vapor que destapa la olla negra que alimenta las bocas vacías de esperanza y repletas de incertidumbre A los hombres de mar les duele sacar la lengua al aire y limpiar para siempre los trozos de sal tibia que corre por sus rostros partidos.

miércoles, agosto 15, 2007

La ciudad de la amnesia



La desaparición definitiva del Café Riquet me dejó pensando en algo que dijo una experta de la Unesco que vino a Valparaíso tras el desastre de Calle Serrano. Ella hablaba sobre la vida útil de las ciudades. Tal como sucede con los seres humanos, las urbes tienen una infancia, un desarrollo y un proceso de deterioro, que irreversiblemente implicará cambios radicales. Sobre todo, en torno a aquellos aspectos que definen identitariamente a un territorio. Es decir, las ciudades deben reinventarse a partir de las nuevas necesidades de su población para prolongarse en el tiempo.


El cierre del Riquet, sumado con la probable desaparición del tradicional Bar Liberty y la transformación de la vieja calle Serrano en una especie de plástico boulevard son señales evidentes de que Valparaíso ha perdido la condición estanca que por años se le criticó. Antes de esta especie de "revival porteño" se decía que por Valparaíso no pasaba el tiempo, que la ciudad se había quedado atrás, que perdía población y se volvía sucia, insegura y poco interesante. Sin embargo, luego del "puertazo" y del súbito re-interés político por la primera plaza electoral del país, ocurrió una suerte de quiebre que despertó el-ahora-lugar-común "auge patrimonial". La declaración de ciudad como Patrimonio de la Humanidad, los carnavales culturales, el plan BID, la designación de capital cultural y diversas obras públicas fueron las réplicas de lo mismo. Y está bien, a pesar de que el puerto es hoy el territorio caricaturesco de ciertas prácticas "in", como elegir el Cerro Alegre para vivir, restaurar un antiguo caserón de calamina y volverlo una torre de lofts o la casa de descanso del "red-set". No se ve mal, claro...pero hay algo que irreversiblemente comienza a quedar atrás, más allá de la nostalgia.


Por ejemplo, esa vida de barrio que se escenficaba en estos cerros, la imagen del burro con melones subiendo por Almirante Montt, el paso del lechero con un bidón azul por Dimalow, los niños ocupando las cuestas como canchas de fútbol que desafiaban toda gravedad, los troles llenos de escolares... todo eso, muy paulatinamente, parece cada vez más convertirse en un recuerdo de postal desterrada al último cajón de la memoria.


Fotos: Eduardo Trujillo / Archivo El Mercurio