sábado, septiembre 22, 2007

Vemod


Vemod. Me encanta esa palabra. Tanto así que la uso como nick bloguero. Esta acepción sueca bien podría traducirse en español como "tristeza" o "melancolía", aunque -lamentablemente- ninguno de estos sentimientos grafica con fidelidad su significado real. El vemod se liga estrechamente con el invierno y es, justamente, aquel sentimiento contemplativo que desencadena una nevazón y la transformación del paisaje en hielo y blancos cegadores.


El vemod está conectado con el S.A.D., una sigla que recuerda la palabra "triste" en inglés, pero que, en realidad, resume el Seasonal Affective Disorder. Es un tipo de descalabro emocional que producen los cambios de estaciones, específicamente aquél que deriva en un invierno. Esta reacción se da, sobre todo, en países escandinavos. Mi mamá (que vive en Suecia) es un buen ejemplo: radiante en los veranos, se vuelve huraña y constamente melancólica en los días sumidos bajo la nieve y la lluvia. Tal vez es la ausencia de color, el peso de la ropa, la reclusión en la casa, el frío estremecedor, la llegada de las enfermedades o, probablemente, la recopilación de todo lo anterior.


Esos mismos cambios emocionales fluyen en mis venas, pero en una adaptación hemisférica de este vemod tan gélido. Suelo ponerme triste con los cambios de estación. Y, al revés de lo que ocurre en el Polo Norte, me bajan la nostalgia y la melancolía cuando el invierno se derrite y da paso al florecimiento de la primavera. Desbarajustes que no son forzados ni planificados, pero que, supongo, tienen que ver con terremotos temporales, alertas de un tiempo que avanza, de etapas que se queman rápido, certidumbres repentinamente trizadas. En mi caso, la cáscara que quiebran los primeros rayos de sol me retrotraen a los viejos inviernos, el recuerdo de caminar con mi padre bajo la lluvia, refugiarme debajo de las sábanas, protegerme del frío inclemente, comer sopaipillas y fabricarme un refugio simbólico del exterior y sus tempestades.


Hay algo de poético en la ligazón de los cambios de la naturaleza con los emocionales. Como si un llamado primitivo y visceral los convocara. Después de todo, de eso estamos hechos, de temperaturas, contexturas, intensidades provenientes de cuán cercano o lejano el sol despliegue sus rayos. Adaptarse a los cambios que desata en el entorno es cosa de tiempo. Por ahora, bienvenida la primavera y su festival de colores y florecimientos.

miércoles, septiembre 12, 2007

De guardabarreras y demases...


No son pocas las veces en que los periodistas nos cuestionamos si vale la pena soportar algunas humillaciones que se nos imponen a diario. Nos preguntamos en qué ramo de los cinco años de carrera nos enseñaron a olvidarnos de las mínimas resistencias o dónde y cómo se nos intruyó para tener tantas e infinitas guarniciones de paciencia y sangre fría.

Es frecuente que los reporteros (digo, los que "hacemos calle" y aplanamos la ciudad en busca de noticias) debamos bancarnos situaciones bochornosas. Por ejemplo, en las protestas somos el blanco fijo de los inclementes guanacos y carros lanzagases. En funerales, remates de locales comerciales, formalizaciones, juicios y traumas de la especie debemos soportar casi estoicamente las ofensas y gritos de personas sumidas en una situación dolorsa.... y que, de la nada, nos usan como chivos expiatorios de sus frustraciones y disgustos ("Todo es culpa de ustedes", "por qué vienen a usar nuestro dolor", "ahora vienen y jamás se preocuparon antes...", y un largo etcétera...), como sucedió cuando los "tan amables" pinochetistas me cubrieron de piedras, barros y monedas de 10 pesos por haber dicho la palabra "dictador" en un despacho en vivo. Resitir y callar. Todo por un afán ético que nos imulsa a practicar la empatía y, por tanto, no debernos a otra alternativa que "entenderlos" (¿y a nosotros quién nos comprende?).


Ayer viví uno de esos agrios episodios. A petición de mi editor debí cubrir en la Comisión especial de libertad de expresión y medios de comunicación, la discusión en torno a la fusión del Gurpo Prisa e Iberoamerican Radio y sus alcances en la concentración radial y la pluralidad medial. Paradójicamente, pensé que una comisión de este tipo y temática sería abierta a la prensa. Cuando golpeo la puerta y entro en la alsa, de súbito y gratuitamente una secretaria (que más parecía una especie de senadora frustrada) comienza a gritarme de todo, desde mal educado, impertinente y desinformado, en un tono de superioridad bastante desagradable. Me pidió el nombre, el medio al que represento, llamó al encargado de prensa de la Cámara y le dijo textualmente que yo había intentado "entrar a la fuerza y de forma intempestiva a una sesión privada". Todo mientras me empujaba hacia afuera como si se tratara de un "violentista" o quién sabe qué personaje.

Hasta ahí llegó mi paciencia. Qué no le dije a la -a estas alturas la compadezco- pobre mujer. Espero que la carta que escribí al presidente de la Cámara sirva para que aprenda algunos modales de mínima decencia. De todas formas, nada logró quitarme el mal rato. Sentado afuera mientras esperaba mis cuñas, me quedé pensando "¿vale la pena todo esto? ¿tener que pasar por humillaciones de este tipo me hace más profesional? ¿poner en juego mis nervios, mi estabilidad emocional equivale al placer por una noticia más?" (y, además, tener que toparme tanto con las mentadas secretarias y guardabarreras que se autocreen y practican un micropoder abusivo).



Desde un mal rato que puede parecerles pequeño no he dejado de divagar en torno a los motivos que me llevaron a estudiar una profesión que, por férrea convicción vocacional, pensé que servía de voz para la ciudadanía... y sin embargo, en la práctica, me he encontrado con que es la mayor generadora de miedos del sistema. La testigo secreta (y -a veces- complaciente) de los claroscuros del poder, de los tramajes tristes con que se engatusa a la ciudadanía. La portavoz de las negociaciones entre tantos e ilimitados intereses en los cuales los políticos son piezas de ajedrez.

No obstante, debajo de toda la hojarasca, el periodismo sigue siendo para mí la herramienta con que se puede (aún creo!) crear ciudadanía, participación y justicia. Puede sonar idealista en extremo, pero pese a tantos malos tragos, qué bien se siente contribuir a sacarle brillo a la democracia, ese bien que tanto logró recuperar en un país socialmente destinado a la subordinación. Qué placentero es intencionar cambios culturales para una ciudadanía entrampada en las anquilosadas lógicas del poder religioso, militar y económico de este confuso fundo (con patrones caracterizados como tales... y otros tantos que les imitan) llamado Chile.

sábado, septiembre 01, 2007

Flashback

Ayer iba en el trole y escuchaba a un niño preguntándole a su mamá una serie de dudas casi existenciales que me recordaron mis propios desvaríos de pequeño. Entre sus inquietudes, el niño emplazaba a que le respondiera si los troles tenían vida propia, si el mar era azul porque las algas lo teñían así, si la luna era habitada por algún ser monstruoso o angelical. La mamá, muy escueta, mitigaba sus ansias con monosilábicos "sí" o "no", mientras se afanaba, distraída, con una hebra suelta en su sweater.

De niño yo solía temer a la luna, porque recuerdo muy bien haber soñado que emergía del mar nocturno y me lanzaba rayos fulminantes -como los de las pistolas láser de "La guerra de las galaxias"-. Quizá, por lo mismo, le tenía pánico al mar. Soy consciente del instante preciso en que este pavor se disipó: mi mamá me cogió en sus brazos, mientras yo lloraba a mares.. y me sumergió con fuerza en una ola (inmensa, a mis ojos) de la playa de Horcón.

Me acuerdo también que cuando iba a Santiago y tomaba el metro. Imaginaba que, entre estación y estación, existían pequeñas minas laboradas por duendes vestidos a la usanza irlandesa. Estoy "seguro" de haber visto uno cuando un tren se aproximaba al andén, en medio de mis alucinaciones de niño, mi muy viva imaginación.

De pequeño también le temía a la obscuridad, porque, según aseguraba con todo convencimiento, veía figuras que cobraban vida con la opacidad. Lloraba a mares cuando se cortaba la luz (algo recurrente al fragor de la dictadura) y todo quedaba a ciegas. Con mi hermana ideábamos un juego llamado "la lavadora y la corriente", que probablemente sacamos de las pantomimas de "Masamigos", por esos años era mi religión.


Era un niño creativo, inquieto, feliz. No percibía el contexto político y social que vivía, menos las tragedias del país, ni las debacles familiares. Para mis lúdicas lógicas, por ejemplo, el terremoto de 1985 fue un acontecimiento de lo más divertido, porque pensaba que de pronto se abrirían grietas con lava, y que deberíamos escapar despavoridos, como en los monitos o en las películas recurrentes.

Hoy queda mucho del niño en el hombre que se resiste a acostumbrar los ojos. Al menos intento que no se evapore la capacidad de sorprenderme con una cotidineidad a veces demasiado prosaica y monótona. Trato de no dejarme abatir. Cuando, de pronto, la rutina me agobia, escapo de sus férreos dictámenes con la ficción del cine, una novela o un cuento inventado arriba de los buses, en tribunales, plazas o cafés. Nunca es tarde para regresar al inocente ímpetu del origen.