Todos -o la mayoría- de los porteños guardamos algún recuerdo forjado al interior del café Riquet. Cierta vez nos llevaron de niños a comer los típicos pasteles de lúcuma y merengue, junto con una leche caliente. Más grandes, concluimos en una de sus mesas una sobria celebración de cumpleaños o la buena nota de fin de año... O, simplemente, en algún invierno, nos refugiamos ahí de la lluvia o la brisa fría al calor de un café espumoso, salido de las nobles jarras que por más de 60 años han llevado hasta sus mesas los mismos garzones con su parsimonia y la nostalgia incrustadas.
Este rinconcito comenzó a existir por allá por 1931, cuando lo instalaron los inmigrantes alemanes Guillerno Splatz y Alberto Lüdemann para recrear a Europa "en otra ciudad y en otro país, sin las molestias del viaje, donde mujeres en impecables cofias y elegantes mozos, se movían ágilmente entre las mesas de roble", como rememoran las páginas dedicadas por Agustín Squella al mítico salón de té.
Hoy, a 66 años de la primera taza servida y después de guardar los ecos perdidos de Lukas, Carlos León, Neruda, Allende e incluso Pinochet, el café comienza a despedirse. El bello edificio Art Nouveau donde se encuentra fue vendido en 750 millones de pesos (como si eso valiera el patrimonio intangible !) a una inmobiliaria que lo refaccionará para convertirlo en un hotel boutique. Es decir, una de esas hospederías de ambiente familiar que en los últimos años han plastificado los cerros Alegre y Concepción de Valparaíso.
Con el simbólico certificado de defunción en mano, estas últimas semanas he aprovechado como nunca de ir al Riquet. He vuelto a instalarme en sus mesas gastadas, a pedir un espumoso cortado en esas teteras y cremeros enormes que prolongan la experiencia hasta en tres o más tazas. He vuelto a contemplar los decomurales descascarados, los viejos garzones que evocan de memoria la misma sugerencia de media mañana, la máquina de escribir que acumula polvo en la vitrina; las cucharitas de té que en sus diminutos golpes crean su propia y ligera música; las lámparas que han alumbrado las conversadas letanías de generaciones, en su registro de luces sin memoria.
Desde el café he encontrado un breve refugio para observar al Valparaíso de siempre que se cae a pedazos con trozos de mi historia personal y cede al lugar de moda, al templo snob de los que buscan una casa en los cerros para rehuir de los peores fantasmas del "nuevo rico", de los empresarios turísticos que masacran al puerto por dentro de las fachadas para convertirlo en otra Viña. El puerto de las autoridades incompetentes que lo resuelven todo por oficios y palabras de buena crianza lanzadas desde un escritorio... mientras en la calle apagan las luces para siempre el Riquet, la vieja peluquería Cubanita, el anticuario Lagazio y otros tantos lugares que poco a poco evocamos más por los libros que por su presencia en nuestros propios mapas simbólicos.