El adiós de los merluceros

"Le hemos entregado tanto a la mar, que ya no sabemos qué hacer sin ella". Uno de los antiguos faenadores de merluza, Juan Valdés, masca las palabras, entre la sal de sus dientes y su voz angustiada. Sus manos ahora han aprendido a cortar los tentáculos gelatinosos de la jibia, el depredador natural de la tradicional "pescada". Junto con la pesca de arrastre acabaron (tal vez) para siempre con el principal recurso marino de la mesa costera central.

Juan es uno de tantos que van quedando de brazos cruzados mientras los precarios botecitos de madera vuelven a la costa con una cuantas merluzas dimunutas pero cargados de jibias. A los pescadores les fastidia esta especie de pulpo molesto y difícil de maniobrar. Simboliza el fin de una tradición ancestral y el comienzo de una actividad inestable, que no se paga bien. Los faenadores han debido sortear la espesa tinta rojiza de la jibia, han aprendido a cargar los 25 kilos que pesa cada una, mientras lanzan furtivas miradas al horizonte, esperando que algo cambie, que venga la pesca milagrosa de los "buenos viejos tiempos", cuando volvían con sus botes pintados de escamas plateadas, repletos de peces saltones.... y las caletas bullían de compradores.

Más allá, los compañeros de Juan se divierten quemando las banderas plásticas negras que han colgado para manifestar su desazón. Otros revuelven la olla común: el menú de hoy será tallarines con jibia. No falta el buen humor pese a tanta pesadumbre. Juan se "disfraza" con un trozo de red y simula ser el subsecretario de pesca: "les traigo una buena noticia: el gobierno se comerá todas la jibias". Todos ríen al unísono. No así Víctor, otro de los pescadores sin merluzas que faenar. Se sienta aparte sobre un tambor de aceite. Sin despegar la mirada del mar, masculla silencios y sueños inconclusos. "Mi hijo me pide leche y él no entiende que no puedo dársela, pero de alguna forma me las arreglo y se la consigo", admite con un dejo de orgullo paterno. El quiebre lo produce un pelícano que arrebata un trozo de aleta a un cormorán, el aullido de una gaviota errante y el vapor que destapa la olla negra que alimenta las bocas vacías de esperanza y repletas de incertidumbre A los hombres de mar les duele sacar la lengua al aire y limpiar para siempre los trozos de sal tibia que corre por sus rostros partidos.