
El Persa Biobío oculta sus secretos bajo el polvo. Teje con la pátina de los cuadros un relato paralelo al de la compraventa, entre el óxido de los yelmos y espadas sin blandir, en la mezcla del polvo de bergeres, juegos de té, muñecas de porcelana gastada y las páginas amarillas de los cientos de libros. Todo se conjuga entre el desuso, la vejez y la belleza.


Cada domingo se instalan en ese tren de bodegas viejas cientos de comerciantes embebidos en un objetivo simultáneo al del dinero. Parecen poseídos por la nostalgia, distraídos en el peso de los tesoros que ofertan. Conocen a Almodóvar, historias secretas de Hitler cuando escribió "Mi Lucha", releen un Fortín Mapocho que acusa a Pinochet de "Mal Actor" como si titulara noticias frescas. Tararean canciones francesas de posfuerra. Fuman pipas. Lustran camafeos. Otro tiempo, otro lugar. Tal vez señalado por un fino reloj detenido que vale más por su marco de ónix que por su funcionalidad.

En otra esquina, una victrola grita a María Callas. Al frente, un hombre joven oferta películas XXX a un grupo de parroquianos con la mirada encendida. Más allá, juguetes de plástico fluorecente, películas usadas, máscaras de Darth Vader que sujetan inciensos de Nag Champa. A la izquierda se abre una peluquería que atiende a un señor dormido en la butaca. Pastiche, mezcolanza, acuarela de épocas, voces y locuras dentro de los bodegones o fuera de ellos, en esas callecitas de adoquines que entrelazan el laberinto y se cubren de revistas Triunfo, parachoques, reproducciones de Dalí y repuestos de autos viejos.


Pese a todo el cóctel de estilos, edades e historias, los objetos y sus transitorios dueños parecen ordenarse por acomodo. Los viejos que venden muebles finísimos (que no se dejan ir) se ubican en el ala sur. Comparten las vitrinas de opaca elegancia, refrigeradores setenteros, estantes, roperos y libreros. Hablan el idioma de lo pretérito. Recuerdan la antigua política con sus Topazes arrugadas. Se ríen de una caricatura del Almirante Merino borracho. No quitan el polvo, menos pulen: el deterioro lo aquilata todo.


En el sector contrario, conviven los que comercian tecnología, juegos de computador y artefactos que años más tarde acompañarán a los abandonados Ataris y consolas que parecen rogar atención, en un rincón-cementerio. Se congregan los amantes de lo nuevo, pasmados en cofradía con PSPs, Play Stations y simuladores. Parecen anacrónicos con el homenaje al pasado. Mueren en su duración, al hablar del futuro que se diluye más rápido aquí.


Y entre canciones perdidas, una pareja gótica que ofrece discos de Cocteau Twins en un mantel amarillo, dos abuelitos que hablan de Baudelaire mientras ella vende pipas y él exhibe tesoros militares... en esos devenires avanza la tarde en el Biobío. El templo que tributa al pasado y no deja entrar pulcros conceptos de orden, en su sinsentido cargado de vidas que no están y dejaron sus objetos como testigos para dar oxígeno a la memoria.