martes, octubre 27, 2009

La ciudad que desaparece bajo la piel


El violento paso del mal llamado "progreso" va dejando sus heridas en la ciudad que conocí de niño.. y que lentamente comienza a morir bajo su nueva piel de hormigón y espejos. El Valparaíso de antaño, que se movía lento al ritmo de troles, ascensores y barcos entrando seguros e imponentes por la bahía, está dando paso a una urbe que sucumbe a la sed inmobiliaria, impuesta por la nueva moda de vivir en la ciudad de los cerros... Lo peor es que a nadie parece importarle demasiado, mientras no afecte el cómodo metro cuadadro.

Ayer recorrí con tristeza el antiguo edificio de la Chilena Tabacos. El clásico inmueble moderno en curva de Avenida Colón que resistió el terremoto y representaba el signo de un Valparaíso que se abría a las industrias en los 60. Hoy está siendo demolido porque el terreno fue vendido a una inmobiliaria que levantará dos inmensas torres de departamentos: el privilegio de la vista para unos pocos a cambio de un símbolo permanente de vejación patrimonial. ¿Y alguien dice algo? Fuera de los grupos ciudadanos que dan la pelea en el Concejo Municipal, parece que el tema no despierta las suficientes conciencias. Los ciudadanos de pie se desviven por asuntos cotidianos, como el vecino que hizo un segundo piso y tapó en centímetros la vista a la bahía... pero, ¿no interesan, acaso, los efectos verdaderamente violentos de moles de concreto que amenazan con convertir a Valparaíso en un enjambre de edificios sin estilo?





Mi recorrido siguió por el ya extinto Hospital Alemán, el lugar donde nací hace 30 años. El que fuera el recinto hospitalario de la clase media porteña (en vías de extinción) hoy se ofrece para el apetito de las constructoras que no harán otra cosa que levantar edificios de lofts y snobbismos parecidos. Con ello, vuela de un plumazo la historia de vida de tantos porteños que recuerdan su maternidad como si fuese el primer hogar. La junta de accionistas dice que las cuentas no cuadraron, y que es más rentable instalarse en otro sitio, como Viña del Mar. Seguramente el terreno será otra conquista para el red set que ha capitalizado el cerro Alegre con sus reductos de aspiración y arribismos... pero con la suficiente paz mental que podría darles una ciudad pobre como Valparaíso, en el contexto de las luchas sociales de antaño que siguen alimentando el discurso vital de su permanencia política.

La última parada del triste recorrido: el ascensor Villaseca, el segundo más alto del puerto, después del Mariposa (recientemente cerrado). Se convirtió en un cúmulo de fierros oxidados luego de que construyeron la aberración de túnel y viaducto sobre Avenida Altamirano. Recuerdo una tarde con mi madre, hace más de 20 años, cuando tomamos el ascensor... íbamos de visita donde una amiga de ella que tejía verdaderos fardos de lana junto a su gato negro. Comimos roscas y tomamos té (de tetera), mientras el atardeceder encendía el puerto de antaño. Luego bajamos raudos por el mismo "trencito vertical" que hoy se convierte en óxido y pátina. El hermoso funicular que muere mientras la bahía desaparece tras la sombra de los edificios que, en pocos años, se convertirán en el telón de concreto para lo que fue el más bello anfiteatro del Pacífico.

domingo, mayo 17, 2009

Tía Sonia

De mi Tía Sonia tengo tantos recuerdos como historias. Pienso en su voz, en su delantal de enfermera siempre blanco, en su marcado temperamento y de pronto todo retrocede 15, 20 años atrás y la veo llevándome de la mano a la playa de Caleta Abarca. La repito comprándome lápices, camisas, helados.. o dándome secretas y cómplices monedas cuando me despedía de ella en la puerta los domingos.

A medida de que los años avanzaron su presencia se fue delineando aún más. Recuerdo que cuando mi mamá se fue ella se convirtió en una madre desde lejos y cerca. Disciplinó algunos de mis pasos adolescentes, sus visitas aumentaron la frecuencia y, al tiempo, comencé a beber de su carácter, su forma de ver la vida, su determinación. Me enorgullecía llevar su lunar en la nariz y admiraba su valentía frente al dolor físico. Quizá lo mismo transmitió en las inyecciones y vacunas que inoculó muchísimas veces en los brazos de toda la familia.

Luego, al partir mi padre, revivo la imagen de mi Tía Sonia destruyéndose en desesperación por apenas un minuto, para luego respirar muy hondo y asumir las determinaciones. Su frialdad de enfermera actuó en un parpadeo: rápidamente lo dispuso todo con el único propósito de que el dolor fuese lo más leve posible para los tres hermanos que lo perdían todo. Desde entonces, su maternidad fue absoluta.

Mi Tía Sonia es tal vez la única persona que me expresó orgullo por alguno de mis logros. Fue la única que estuvo pendiente de las noticias de su sobrino en la radio. Fue la que secretamente supervisaba mi crecimiento. La que me contuvo en los mayores dolores y la que me enseñó a no llorar "por fuera".

Este viernes mi Tía partió silenciosamente. Tal como siempre dibujó su vida, lo hizo casi en secreto a sólo horas de ser dada de alta. Se fue con la historia de la familia en los ojos. Nos dejó con sus misterios y el dolor abierto. Sin embargo, paradójicamente, su partida me reveló algo que sólo ahora alcanzo a comprender: este viernes no perdí a la tía de siempre, sino despedí a una verdadera madre, a la engendradora, la que siempre me refugio en su calor y en su disimulo. Sin muchas palabras ni caricias, fue la que me dio un espejo y una brújula, la que me dio calor cuando hizo más frío. Fue ella, con sus ojos y su sonrisa discreta, la que me hizo sentir seguro para crecer.

martes, marzo 17, 2009

Olor a cariño


Camino por un cerro de Valparaíso, una tarde de jueves. Sigo el trayecto de las calles torcidas y traviesas, que desafían la gravedad y nos convierten en acróbatas. De pronto, huelo desde una casa de latón verde olor a té, pan tostado y un queque recién horneado. Me detengo y con disimulo miro por la ventana. Diviso a una señora llevando las tazas y platos, disponiendo el queque en la mesa, el azucarero, los "batidos" en la panera, la mantequilla y la palta. De pronto, gira sobre sí misma y llama a sus hijos a "tomar once". Todos bajan y se sientan. El olor se hace más fuerte y me lleva 20 años atrás...


Qué nítido se dibuja el recuerdo de mi madre preparando el té mientras yo consumía mis juegos de niño en la tierra y en el barro... Ella miraba de lejos, preparaba algo rico. Podían ser roscas, panqueques o una torta de piña. Las delicias siempre eran una sorpresa. No revelaba nada. Sólo la veía de reojo enmantequillando el molde redondo del queque, batiendo huevos o vertiendo la leche... siempre con una sonrisa ansiosa, con la anticipación bajo la piel. El misterio terminaba cuando nos llamaba a "tomar once". Con mi hermana dejábamos los juguetes y los mundos construidos en cinco minutos, corríamos prestos y esperábamos que apareciera ella, con el manjar que tallaba sonrisas anchas en sus hijos.



Recuerdo también a mi abuela. Molía con ímpetu paltas. "Sólo Hass", decía. Les ponía un poco de aceite y sal y las llevaba a la mesa. Nada más exquisito, pienso ahora, que una marraqueta con la palta de mi abuela Sara. Nada mejor que un té de las pequeñas teteras casi extintas hoy. Nada igual al sonido de las cucharas mezclando el azúcar, mientras "Cine en su casa" o "Tardes de Cine" escapaban de los televisores con antenas.

Más adelante fue mi hermana mayor la que freía y revolvía huevos, esparcía orégano y sal, y lo ofrecía aún con el sonido del aceite crepitando para acompañarlo del pan crujente de la tarde.

Mi abuela, mi madre, mi hermana, las mujeres de mi infancia...siempre creando, cocinando, entregando, queriendo con el suave pincel de los sabores, texturas, olor y colores.



Hoy camino por Valparaíso y veo a las mamás que van a buscar a sus hijos al colegio. Diviso a las mujeres que compran el pan. Escucho de pasada a las que conversan sobre lo que harán de almuerzo al día siguiente. Huelo la vida, el olor a cariño, esos tonos adheridos a la memoria emotiva. Los pequeños recuerdos que jamás se olvidan.

domingo, marzo 01, 2009

El Persa anacrónico


El Persa Biobío oculta sus secretos bajo el polvo. Teje con la pátina de los cuadros un relato paralelo al de la compraventa, entre el óxido de los yelmos y espadas sin blandir, en la mezcla del polvo de bergeres, juegos de té, muñecas de porcelana gastada y las páginas amarillas de los cientos de libros. Todo se conjuga entre el desuso, la vejez y la belleza.



Cada domingo se instalan en ese tren de bodegas viejas cientos de comerciantes embebidos en un objetivo simultáneo al del dinero. Parecen poseídos por la nostalgia, distraídos en el peso de los tesoros que ofertan. Conocen a Almodóvar, historias secretas de Hitler cuando escribió "Mi Lucha", releen un Fortín Mapocho que acusa a Pinochet de "Mal Actor" como si titulara noticias frescas. Tararean canciones francesas de posfuerra. Fuman pipas. Lustran camafeos. Otro tiempo, otro lugar. Tal vez señalado por un fino reloj detenido que vale más por su marco de ónix que por su funcionalidad.


En otra esquina, una victrola grita a María Callas. Al frente, un hombre joven oferta películas XXX a un grupo de parroquianos con la mirada encendida. Más allá, juguetes de plástico fluorecente, películas usadas, máscaras de Darth Vader que sujetan inciensos de Nag Champa. A la izquierda se abre una peluquería que atiende a un señor dormido en la butaca. Pastiche, mezcolanza, acuarela de épocas, voces y locuras dentro de los bodegones o fuera de ellos, en esas callecitas de adoquines que entrelazan el laberinto y se cubren de revistas Triunfo, parachoques, reproducciones de Dalí y repuestos de autos viejos.



Pese a todo el cóctel de estilos, edades e historias, los objetos y sus transitorios dueños parecen ordenarse por acomodo. Los viejos que venden muebles finísimos (que no se dejan ir) se ubican en el ala sur. Comparten las vitrinas de opaca elegancia, refrigeradores setenteros, estantes, roperos y libreros. Hablan el idioma de lo pretérito. Recuerdan la antigua política con sus Topazes arrugadas. Se ríen de una caricatura del Almirante Merino borracho. No quitan el polvo, menos pulen: el deterioro lo aquilata todo.


En el sector contrario, conviven los que comercian tecnología, juegos de computador y artefactos que años más tarde acompañarán a los abandonados Ataris y consolas que parecen rogar atención, en un rincón-cementerio. Se congregan los amantes de lo nuevo, pasmados en cofradía con PSPs, Play Stations y simuladores. Parecen anacrónicos con el homenaje al pasado. Mueren en su duración, al hablar del futuro que se diluye más rápido aquí.



Y entre canciones perdidas, una pareja gótica que ofrece discos de Cocteau Twins en un mantel amarillo, dos abuelitos que hablan de Baudelaire mientras ella vende pipas y él exhibe tesoros militares... en esos devenires avanza la tarde en el Biobío. El templo que tributa al pasado y no deja entrar pulcros conceptos de orden, en su sinsentido cargado de vidas que no están y dejaron sus objetos como testigos para dar oxígeno a la memoria.